Pablo o el escándalo de la libertad

“La creación, entera abriga la esperanza

 de compartir la gloriosa libertad de los hijos de Dios”

(Rom. 8, 19-21)

 

            El tropiezo final (o inicial) de los discípulos de Jesús, esto es: el ajusticiamiento del Mesías, en quien habían puesto toda su esperanza (Lc. 24, 21) – trocado esto en la experiencia de la presencia del Resucitado en la comunidad de fe, le propicia al cristianismo su fuerza inusitada, le imprime su dinamismo propio. Es fuerza de resurrección. Esta experiencia fundante del cristianismo a la que aquí aludo con la palabra “trocamiento”: de la muerte ignominiosa en experiencia de la presencia de Jesús en medio de la comunidad, no es una alucinación colectiva de sus discípulos, trastornados por la violencia de los hechos, ni tampoco un pase de magia como los que le reclamaba Antipas a Jesús – que de ganarse con ello su simpatía podría haber prolongado un poco más sus días a merced de los caprichos de aquel rey monigote – tampoco se agota (aunque la incluye) en la pura memoria histórica del Crucificado que actuara como estímulo para su imitación moral.

            Aquel impulso inesperado, nacido del tropiezo inicial, es aquello a lo que alude Pablo en la Primera Carta a los Corintios, cuando dice que el Cristo crucificado “es para nosotros fuerza de Dios”.

            Si se intenta, desde las herramientas de una fenomenología de la religión (apenas aquí dado una cuestión de tiempo) desentrañar algo de lo que puede ser aquel trocamiento, que constituirá el contenido del evangelio y que se resume en el anuncio de que Cristo vive, a partir de la experiencia de la presencia del Resucitado en la comunidad de los discípulos,  se observa que, por un lado, la tradición cristiana neotestamentaria propone como lugar teológico, o sea, como lugar de la manifestación de lo divino, la humanidad en su máxima expresión de fragilidad, es decir, la muerte ignominiosa del inocente (la pobreza, por usar esta expresión como lugar común). Con ello abarca todo lo humano desde su mínima expresión. Dios se revela en lo humano frágil finito. Es la finitud humana como tal en última instancia el lugar de la manifestación de lo divino. Por eso, el Cristo crucificado es el lugar por antonomasia de la manifestación de lo divino.

            Por otra parte, la misma tradición cristiana señala como lugar de la manifestación de lo divino la fracción del pan, es decir, la comunión fraterna.

El Cristo crucificado predicado por Pablo constituye el lugar de máxima fragilidad humana en donde se revela lo divino. Es el abajamiento máximo de Dios hacia el hombre, movido por misericordia: la kénosis.

            La kénosis es comprendida, a su vez, en dos sentidos que se implican: uno en términos más rituales y judiciales, más en la tradición sacerdotal judía: la cruz es entendida como un sacrificio agradable a Dios, por ser, la víctima, el mismo Mesías.  En un segundo sentido, en términos más místicos, el Cristo crucificado expresa la comunión de Dios con lo humano hasta lo más íntimo y profundo, hasta lo finito, en tanto asume la condición humana (La teología de los primeros concilios ecuménicos terminará por clarificar bien que se trata de un Dios, no sólo de un hombre el que muere en la cruz. Lo mismo que se trata de un Dios que es hijo de mujer: María es invocada como la Madre de Dios, no sólo la Madre de Jesús).

            Ambos lugares teológicos: lo divino develado en la humanidad en su máxima fragilidad y lo divino manifestado en la comunión fraterna  aparecen plasmados en el rito cristiano: la Misa. La Misa es el sacrificio de Cristo en la cruz y es la comunión de los cristianos. Podría dar la impresión de que se trata de dos aspectos paralelos inconexos en principio. Pero en realidad esto no es así. La expresión “fracción del pan” con la que el Nuevo testamento refiere al rito cristiano es muy elocuente. La “fracción del pan” expresa la ruptura que va implicada en la entrega. No hay ninguna posibilidad de compartir el pan si no se lo parte. Esa ruptura es la kénosis, el abajamiento de Dios que conlleva la comunión de Dios con el hombre hasta el extremo. Por eso, la fracción del pan, es expresión ritual de la manifestación de lo divino en la donación total al hombre, esto es, en el Dios muerto en la cruz.

            Pero el movimiento de aproximación total de Dios al hombre en la kénosis, implica una solidaridad, una “projimidad” total de los hombres entre sí. Es decir, no hay nada humano (ni la muerte injusta) ni ningún humano que quede afuera de este movimiento de aproximación total. Por eso la fracción del pan es, al mismo tiempo que la manifestación de lo divino en lo humano más entrañable – lo  que implica asumir la condición finita – también, la manifestación de lo divino en la projimidad de los hombres, en el amor fraterno. Una solidaridad humana que lo divino sella y que se expresa en el amor, en el agápe. De aquí la expresión cabal de Pablo: “porque comemos del mismo pan, somos el mismo cuerpo”.

            Pablo de Tarso experimentó la presencia del Resucitado en el trocamiento del traspié inicial. El es el comienzo de la historia que lo hace quien fue. El Apóstol, según el relato, se tropieza casi literalmente con Jesús en el camino de Damasco. Y él, reclama para sí el haber visto al Resucitado, así, del mismo modo como se apareció a las mujeres de Jerusalén, a los Apóstoles, a Pedro (ICor. 15, 5-8). Saulo perseguía a los cristianos, y yendo tras de estos se le revela Jesús como aquel a quien él persigue. Más allá de la elíptica referencia a la búsqueda implícita del Señor en la que pudo hallarse sin saberlo – cosa que parece ser aludida en el texto – es elocuente la voz: “Yo soy Jesús a quien tú persigues” (He. 9, 5; He. 26, 15) Saulo persigue a los discípulos y la voz del camino de Damasco le dice que es Jesús a quien persigue. El vínculo íntimo entre la experiencia de la presencia de la persona de Jesús y la comunidad de los discípulos despertará y sostendrá la fe de Pablo en todo su camino. Ello dará lugar a su teología de la Iglesia como cuerpo de Cristo.

            Es el cuerpo de Cristo, la Iglesia, la que se le cruza a Pablo en el camino de Damasco. Desde allí comprende y elabora en la reflexión el misterio del Dios hecho carne en la carne de los hombres. “Ustedes son la carne de Cristo”, les dice Francisco a los sobrevivientes, desechos humanos del Mediterráneo recogidos en Lampedusa.

            Pero cuando Pablo habla de Cristo confiesa: “nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.” (ICor. 1, 23-24) El Apóstol encuentra  fuerza de Dios (Θεοῦ δύναμιν) y sabiduría de Dios (Θεοῦ σοφίαν) en el Cristo crucificado.

            Se establece así un juego de oposiciones entre aquello que es escándalo (σκάνδαλον) para los judíos y que Pablo experimenta como fuerza de Dios, y aquellos que es locura (μωρίαν) para los griegos y que Pablo experimenta, contrariamente, como sabiduría de Dios.

            “Escándalo – fuerza”, “locura – sabiduría” estos son los dos binomios que expresan la paradoja de la predicación del Cristo crucificado. El escándalo para Pablo es fuerza, la locura, sabiduría. No obstante, Pablo, antes, en el versículo 18, ha opuesto locura a fuerza: “La predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios.” Por tanto no debería leerse restrictivamente, como que a la locura se le opone sólo la sabiduría de Dios, y al escándalo sólo la fuerza de Dios, sino comprender fuerza y sabiduría juntas, como propiedades de la predicación del Crucificado y opuestas indistintamente a la locura y al escándalo.

            ¿Por qué el Mesías crucificado es escándalo para los judíos? ¿Por qué locura para los griegos? Estas preguntas son más fáciles de responder que si nos preguntamos ¿por qué,  para Pablo, esto mismo es fuerza y sabiduría de Dios?

            Comencemos por las primeras: σκάνδαλον significa literalmente “piedra con la que se tropieza” y se aplica a un hecho cualquiera, vergonzante, contrario a la moral y de impacto público. Que aquel que alguna vez había pretendido ser Mesías, terminara sus días colgado en una cruz como un malhechor, ejecutado en la forma más humillante de la época, reservada para los peores criminales sin ningún rango social – como los esclavos – condenado por los mismos jefes del Sanedrín en Jerusalén, máxima autoridad en la religión judía, no puede ser menos que un escándalo. Alguien que pretendiese llamarse Mesías debería legitimar sus títulos en la batalla, derramando su sangre al estilo de los Macabeos, o al menos ser reconocido por los sacerdotes. Pero en el caso de Jesús nada de esto es así. Se trata de un galileo, un judío de segundo rango, negado y condenado por los sacerdotes y muerto como un criminal.  No es nadie, no libró ninguna batalla, no liberó a nadie y ha sido ejecutado: he ahí el escándalo.

            La cuestión de por qué el Cristo crucificado es locura para los griegos, es la materia directa de la intervención de Pablo en la primera parte de la carta a los corintios, por la que busca neutralizar una tendencia creciente sobre todo en los jóvenes, en el seno de la comunidad por él fundada, tendencia que lleva a convertir el seguimiento de Jesús en una especie de “escuela de sabiduría”, un “club de ideas superiores” como era moda de la época.

             Pablo se refiere ante todo a la sabiduría verbal de todos estos enamorados de la inflación retórica. Pero la crítica de Pablo va más allá todavía de esta sabiduría para esnobs. Él descubre un trasfondo ideológico más grave todavía: en el fondo le reprochan insistir demasiado en la cruz de Cristo y que él no quiera saber más que eso. Pero aquello no acababa de entrar, no resultaba muy simpático; por eso ¿no convendría presentar el mensaje cristiano bajo un ropaje más artístico y atractivo, ofrecerlo según los gustos de la moda? (Brunot, 1982, 55-56)

               Pablo opone a esta vanidosa sabiduría la locura de la cruz. Pero ¿por qué para Pablo, esta locura, este escándalo es fuerza y sabiduría de Dios?

            Aquí el Apóstol introduce un término para referirse a aquellos – entre los que se incluye – para los que el Crucificado es fuerza y sabiduría de Dios. Dice “para los que se salvan — para nosotros” en el versículo 18. Y más abajo agrega: para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios (24).

            El escándalo del Crucificado es la fuerza de “los salvados”.  ¿Quiénes son los “que se salvan”?

            La idea de “salvación” (σωτηρία)  y “redención” (ἀπολύτρωσις) vertebra la teología paulina. Con ello se refiere  Pablo a la transformación total que se ha operado en la humanidad por la llegada del Mesías. Ambos conceptos requieren la referencia a un ineludible Sitz im Leben para la comprensión de su alcance. Cuando Pablo usa las palabras salvación y redención, no sólo reverbera en ellas la expectativa de la llegada de un Mesías, propia del judaísmo, que reposicionaría el lugar de Sión entre las naciones, con lo cual “la salvación no tarda”, al decir de Isaías (Is. 46, 13). Como bien lo subraya Juan Luis Segundo (1990, 379 ss.) ambos términos aluden a un estamento social del cual alguien puede ser rescatado. “Redimir”, “salvar”, es en este sentido, “rescatar” de la esclavitud, lo cual se efectuaba pagando un “rescate”, en definitiva, comprando la libertad. Cosa que podía efectuar, en determinadas circunstancias, el mismo esclavo si contaba con los medios. La redención, la salvación, es inequívocamente un pasaje a la libertad. La cruz de Cristo es expresamente pensada por Pablo como el pago del rescate de la humanidad: “Por medio de su sangre conseguimos la redención, el perdón de los pecados” (Ef. 1, 7) “El que recibió la llamada del Señor siendo esclavo, es un liberto del Señor ¡Han sido bien comprados!” (ICo. 7, 22-23)

          Juan Luis Segundo compara la categoría “salvación” y “redención” con “liberación”. Ambas aparecen en los evangelios sinópticos. Pero en el desarrollo de la espiritualidad, los vocablos “salvación” y “redención” fueron edulcorándose y perdiendo la referencia a su Sitz im Leben, tendiendo a convertirse en algo puramente interior y privado.

           La salvación  – dice el teólogo –

ya no  resuena en los oídos cristianos como una convocatoria de Dios a participar con él en una tarea histórica común. “Salvarse”, “salvar el alma”, “la salvación eterna” suenan hoy como un llamado de atención hacia algo que el hombre debe procurar para sí mismo apartando su atención de lo que ocurre con su historia y con la suerte del hermano, para ponerla en Dios y en una vida ultraterrena. “Liberación” ha preservado mejor, en el lenguaje usual, la vocación del hombre a construir con Dios el reino (cf. Mt 6, 33; 25, 24-26), de tal manera que esa voluntad de Dios de crear un mundo y una sociedad nuevas para todos los que sufren en la actualidad se realice “en la tierra como ya se realiza en los cielos (Mt 6, 10) (Segundo, 380-381)

         La categoría “liberación” no pudo sustraerse a su inmediato contexto: es decir, el pasaje a una efectiva libertad en la vida sociopolítica, no sin esfuerzo, no sin costo. Vale recordar aquí la cita que el teólogo latinoamericano hace del Diccionario teológico del Nuevo Testamento:

             No se apunta a distinción alguna entre el contenido de los conceptos de «liberación» y «redención». Ambos términos significan (en el contexto de una sociedad esclavista) la libertad adquirida (por sí o por don ajeno) por el antes esclavo, mediante el pago del «rescate» debido. Ambas palabras son, así, en su origen, de uso profano. De él pasan, por extensión figurativa, al religioso. Ocurre, sin embargo, que «redención» ha perdido su significado profano primitivo y sólo conserva, en el uso corriente, un particular sentido religioso o teológico (con derivaciones cosistas y jurídicas que no siempre responden al sentido fuerte del término profano original). Véase, no obstante, y por ejemplo, en los documentos de Medellín, la sinonimia fundamental: «Toda liberación es ya un anuncio de la plena redención de Cristo» (Segundo, 378)

            El plan de Dios (Ef. 1, 9) – en la visión paulina – comprende este rescate como una kénosis, un “abajamiento” de Dios al hombre efectuado al enviar a su Hijo al mundo: “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para rescatar a los que se hallaban sometidos a ella y para que recibiéramos la condición de hijos.” (Gal. 4, 4-5) Pero “aquel que siendo de condición divina no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo”; aquel que “asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8) compromete lo divino en lo humano de tal modo y en tal grado que no resulta posible encontrar lo divino plenamente sin rozar lo humano. Esto es en términos del Apóstol la “locura divina”. La radicalidad del amor de Dios por el hombre se manifiesta en la kénosis, en la identificación con lo humano hasta el extremo: el Mesías crucificado. La extensión del Cristo hombre en la humanidad solidaria de los que se agremian por la fe y el amor fraterno, acercando su presencia, alcanza el rescate a todos.

            El Apóstol refiere claramente al rescate del pecado y para ello introduce la analogía del antiguo Adán con el nuevo Adán, Cristo (Rom. 15, 18-19) Pero cierta teología ha leído  la idea del rescate del pecado, en forma restrictiva, remitiéndolo sólo a la liberación de una culpa personal. Esto también es así, pero el rescate del pecado es más que esto. La teología latinoamericana, en congruencia con la del Concilio Vaticano II, para completar la noción de pecado, supo señalar con precisión que  “las barreras para el desarrollo no eran circunstanciales o” puramente “efectos de malas intenciones” (Segundo, 377). Se dio así  con que la injusticia social tiene un carácter de “estructura de pecado”.

                Si, según el concilio, la fe orientaba “la mente hacia soluciones más humanas” (GS 11), éstas debían consistir en un cambio de esas estructuras. En efecto, ellas conseguían oprimir o continuar la opresión del hombre por el hombre, aun sin que existiera intención clara y voluntaria de ejercerla (Segundo, 377)

            La referencia al rescate del pecado quedaría incompleta sin la inclusión de la superación de estas “estructuras de pecado”.  Se trata del

descubrimiento de que no eran, por lo menos de modo directo, voluntades individuales, sino estructuras creadas y aceptadas por la sociedad global, las causantes de las mayores injusticias. Y que la liberación requerida por el evangelio requería remedios no sólo privados, sino políticos (en el más amplio sentido de la palabra), a esta “situación de pecado”. (Segundo, 389)

            El esfuerzo por  la superación de las “estructuras de pecado” es inherente al anuncio cristiano de la salvación. Esta dimensión estructural del pecado es la que permite a Pablo afirmar que Dios, “a Cristo, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2Cor, 5, 21)

            En Pablo la salvación/ liberación del pecado implica el pasaje a un novedoso estado de libertad que comprende implicancias estructurales en la vida social. “Para ser libres nos ha liberado Cristo” (Gal. 5, 1) exclama el Apóstol. A este estado de libertad, se refiere él  cuando habla de la condición de “hijos adoptivos” ganada al hombre por Cristo. Se trata del reclamo para el hombre de una dignidad inusitada. El “hijo” se iguala en dignidad al padre. Es su estirpe.

                Jesús, el hijo por naturaleza de Dios, ha constituido a sus «hermanos», es decir, a la totalidad de los hombres (cf. Rom 8, 29), asimismo en «hijos de Dios» por adopción. Ahora bien, esta afirmación, que ha perdido también en el curso del tiempo su profundidad y agudeza, la interpretamos como una mera actitud de afecto y amor de Dios hacia nosotros. En la antigüedad, el fenómeno de la generación, en que los progenitores daban a la progenie no una naturaleza inferior, sino la misma que ya poseían, constituía algo altamente significativo. Y no sólo un lazo afectivo familiar. Cuando Pablo dice que «hemos recibido la filiación» (Gal 4,5; Rom 8,16) quiere decir que Dios nos ha constituido en, algo así como pequeños dioses, creadores, en un universo a medio construir, y colocados allí como «dueños de casa», es decir, «herederos del mundo» (cf. ibid. y Gal 4, 1; 1 Cor 3, 21-23). (Segundo, 385)

            Para el Apóstol, la libertad es un estado de dignidad adquirido por Cristo para el cristiano, que lo hace capaz de ser, ante todas las cosas, soberano. Su estado no requiere de ningún otorgamiento por parte del estado político, ni de ninguna pertenencia de sangre, ni de tradición religiosa. Mucho menos de prácticas cultuales o de enmarcamiento en alguna legislación. El estado de libertad es adquirido a priori por Cristo para el hombre. Es gracia. La libertad traspasa en Pablo todos los límites: todo te es lícito. Cuando el “hijo”

                entra en posesión de su herencia, el universo, debe cambiar sus preguntas morales. En lugar de inquirir sobre la licitud, debe interrogarse sobre la conveniencia de actuar de una u otra manera. Porque «todo (le) es lícito, pero no todo (le) es conveniente. Todo es lícito, pero no todo construye» (1 Cor 6, 12; 10, 23). Ya no se prescriben cosas de manera absoluta, desde fuera de él mismo. Debe, en cambio, consultar las leyes del universo para saber lo que conviene en relación con lo que proyecta (Segundo, 385)

            Abstenerse de comer carne consagrada a los ídolos no tiene sentido porque los ídolos no existen. ¿Estás circuncidado? pues, déjalo ahí. ¿No estás circuncidado? No te circuncides, porque la circuncisión no es nada. La condición de esclavo tampoco es nada porque eres un liberto en Cristo, la condición de libre no significa nada porque eres un esclavo de Cristo (ICo. 7, 21-24)  Es decir, hay una progresiva tendencia desacralizadora con relación a las instituciones sociales y políticas en esa libertad otorgada por Cristo. No hay límites a los requerimientos de un estado de soberanía para el hombre, no hay límites a los requerimientos de plena satisfacción de las demandas de todo lo necesario para el buen vivir de todos y de cada uno de los hombres dignificados en Cristo. Todos los “hombres nuevos” (Ef, 2, 16) en Cristo, son hombres libres. Todos son con-ciudadanos (Ef. 2, 19) Esto no sólo habla de fraternidad (hizo las paces… entre todos, dice el Apóstol) sino también de igualdad. Es algo así como si Pablo de pronto declarara la abolición de la esclavitud y la igualación de los derechos de todos los hombres elevándolos a la categoría de señores. Esto colisiona con la naturalización de los estados sociales sostenida por el andamiaje de la filosofía antigua y tarde o temprano, desafía al orden político. Un minucioso examen de la pequeña carta a Filemón puede dar cuenta de lo profundo que esto cala en el orden antiguo.  De aquí que el escándalo de la cruz se trastoque en el escándalo de la libertad.

            Pablo es particularmente sensible frente a la defensa de su propia libertad y de su dignidad: libra un combate heroico frente a los judaizantes que intentan disminuir sus títulos de Apóstol; se enfrenta a Cefas con autoridad y firmeza (Gal. 2, 11) cuando queda enredado en un conflicto con aristas políticas apela a su condición de ciudadano romano (He. 25, 10). Se somete a un juicio que culmina en Roma y lo gana. Sólo un hombre con alto grado de consideración de su dignidad sostiene la lucha de Pablo hasta el final. Esta nota biográfica se traduce en su antropología cristológica.

            Se necesita de un hombre así, con ese grado de conciencia de su dignidad, que no le ha sido prestada por ninguna institución humana, para sostener y llevar adelante el proyecto que en los evangelios recibe el nombre de “reino de Dios”.

            Es por eso que “libertad” y “liberación” no se excluyen sino que se pertenecen mutuamente.

            Segundo reconoce que en la teología de la liberación ha primado justamente la categoría “liberación” sobre “libertad”. Como esta última está presente preferentemente en Pablo y la primera en los evangelios sinópticos, dicha teología parece haber desatendido en cierta medida la teología paulina. Pero Segundo sitúa ambos conceptos en su implicancia mutua y atribuye a Pablo la lucidez de definir el sujeto portador del proyecto del reino.  Por eso, el Apóstol no debería meramente ser “considerado como apolítico a causa de la clave antropológica con la que interpreta la significación de Jesús” (Segundo, 390) Son estos “hombres libres” de Pablo, conscientes de su dignidad (de hijos) “los que pueden colaborar (ser cooperadores) en ‘la agricultura de Dios, la construcción de Dios’ (1 Cor. 3, 9). Pablo se apresura a acentuar precisamente, en el mismo versículo, que en esa obra somos cooperadores (synergountes en griego) de Dios. Sólo que no es posible, según Pablo, esa cooperación en la obra liberadora de Dios si no somos ‘libres’.” (Segundo, 384)

            Es verdad también, como en el caso de “salvación”, que en el término “libertad” también se ha operado

un deslizamiento lingüístico. La interpretación corriente de los valores evangélicos ha sufrido el peso de una mentalidad clasista liberal. Para ésta la ‘libertad’ es un valor tan central como abstracto. La privatización y espiritualidad exageradas impuestas a la exégesis hicieron que la libertad para concebir, expresar y vivir ideas (tanto religiosas como profanas) fuera contrapuesta y preferida al empeño por liberar a la gran mayoría de los hombres del continente de deshumanizaciones mucho más radicales: el hambre, la enfermedad, la falta de instrucción, de oportunidades de trabajo, etc.” (Segundo, 390)

            Pablo, ante los ojos del hombre moderno, parece tener una cierta  bonhomía complaciente frente al orden imperante. Pero en realidad, sienta la base de todo esfuerzo por la transformación de la realidad social, pues establece la libertad como el estado del hombre en Cristo: “han sido revestidos de Cristo,  de modo que ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gal. 3, 28-29) El proyecto de poner a Cristo por cabeza, la “recapitulación” en Cristo (Ef. 1, 9-10) es una regeneración en Cristo, una “reconciliación” (Rom. 5, 10, Ef. 2, 16) un gran reencuentro. Pero la “reconciliación” no debe ser entendida como una amnistía universal, sino como una re-unión y una inclusión en la justicia, una igualación de todos los hombres, y el desarrollo de una “sabiduría de Dios” capaz de reconocerlo, sobre todo, en los crucificados de nuestros días.

            Que “tierra, techo, trabajo” (por usar la consigna de los movimientos populares convocados por el Papa Francisco) tanto como la libre expresión, sean contenidos efectivos de la “libertad”  anunciada por Pablo, depende de ese ejercicio de la cooperación en el plan aludida por el Apóstol.

            Ahora bien, el ejercicio de esta libertad está siempre en riesgo. Existe la tentación de volver a hacerse una “ley” como la antigua, con cualquier rito (cfr. Brunot, 144) para negociar con Dios una salvación trasmundana y abdicar  de la tarea de ser libres exorcizando así la angustia que genera muchas veces la libertad (Segundo, 386) No se dejen oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud” (Gal. 5, 1)  advierte Pablo a los Gálatas, consciente de ese riesgo, y de la influencia de los judaizantes que los provocan, lo que lo hace estallar en cólera: “Ojalá se mutilasen del todo esos que los soliviantan” (Gal. 5, 12) dice, refiriéndose a los que predicaban entre ellos, la circuncisión.

            Existe también el peligro de que el hombre libre, use de esa libertad para volverse esclavo de los caprichos de sus propias pasiones (Gal 5, 13). Claramente no es la libertad a la que invita el Apóstol (Cfr. Segundo, 386).

            Todas las exhortaciones de Pablo a lo Gálatas se dirigen a sostenerse en ese estado de libertad adquirido por Cristo. “No tomen de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, sírvanse unos a otros por amor.” (Gal. 5, 13) La carne significa aquí las mezquindades y egoísmos que dividen  la comunidad y llevan al descuido de la dignidad de todos y de cada uno.  Le sigue a la exhortación, un listado de formas muy concretas de apetencias personales que conspiran contra el sostenimiento de la verdadera libertad, la libertad del “espíritu”, aquel que une y cohesiona la comunidad en Cristo. “No nos cansemos de obrar el bien (…) mientras tengamos oportunidad hagamos el bien a todos” (Gal. 6, 9-10).

            En la misma línea se expresa Pablo a los colosenses: en definitiva, se trata de hacer justicia al estado de dignidad en que han sido puesto todos y cada uno de los hombres: “Si han pues resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba” (Col. 3, 1-2) lo cual no significa enajenarse del orden en que vivimos sino hacer la voluntad de Dios en la tierra, así como en el cielo (Mt. 6, 10)

***

            La libertad y la dignidad reclamada por Pablo para todos los hombres es un escándalo para cualquier sociedad, para cualquier sistema político que busque legitimar los privilegios de unos sobre otros y la brecha entre la acumulación sin medida de bienes en las minorías y la carencia absoluta de las mayorías.

            El Cristo crucificado es fuerza de Dios para el cristiano, toda vez que este encuentra en lo recóndito de lo humano, en la fragilidad y en la debilidad, en la carencia y en la pequeñez, la marca del Dios humanado hasta el despojo por amor al hombre: “porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor. 12, 10).

 Ponencia con ocasión de la realización del Foro-Taller:
“Lecturas clásicas y contemporáneas de Pablo de Tarso”
Buenos Aires, 12 y 13 de abril de 2018 – USAL – FLEO