Agradezco mucho a las autoridades de las entidades organizadoras, que me invitaron a formar parte de este panel.
I
Hay dos cuestiones que yo quisiera señalar como importantes a la hora de plantearnos el tema del aporte de las religiones al fortalecimiento de la democracia.
La primera es lo que podría llamarse el aporte ético, lo que la religión, de una u otra manera, aporta para hacer posible y mejorar la convivencia humana. Aún a riesgo de ser refutado inmediatamente yo sostengo que las grandes religiones de la humanidad sin duda han aportado en cuanto a esto primero. No hay dudas de que la preocupación moral se ha despertado en las culturas, por la religión o junto con ella.
Podría hablarse aquí del “humanismo” de la religión, de su vocación humanista más allá de determinadas concreciones que deben entenderse en sus contextos culturales. También debería establecerse aquí una distinción entre las grandes religiones de la humanidad y ciertas expresiones religiosas y canalizaciones particulares de lo religioso que muchas vece han resultado claramente nocivas para la convivencia humana.
Pero deberíamos cuidarnos de plantear esta cuestión desde una perspectiva puramente utilitarista, como preguntándonos sencillamente si las religiones “sirven” para hacer la vida mejor.
Hace unos días encontré haciendo zapping en la TV, un programa donde se presentaban ministros de distintas religiones en un panel y se partía en el debate, desde algo así como, desde esta interrogación: ¿y al fin y al cabo las religiones han hecho al hombre mejor, han aportado algo positivo a la humanidad? Al ver que se sacaban a relucir uno tras otro, casos históricos en los cuales quedaba claro el perjuicio que las religiones, habían causado a la paz o a los derechos humanos en una situación concreta, uno de los panelistas, el representante de la religión judía, un rabino, dijo muy lúcidamente que él, por momentos, tenía la sensación de estar ante un tribunal de juicio a las religiones más que ante un foro sobre sus aportes.
Y es que la pregunta desde la que se partía, honestamente, no me parece bien formulada, pues es como preguntarse: ¿y al fin y al cabo la cultura aportó al hombre y a la humanidad algo en su desarrollo? O ¿y al fin al cabo, el cuerpo, la sexualidad, la vida, aportó algo a la humanidad? No es posible dar una respuesta perspicaz a esta pregunta, salvo que uno se ubique en una posición nihilista radical, negadora de todo sentido de la existencia.
Porque en realidad, no se puede desprender, simplistamente, lo religioso de lo humano y de lo cultural. Incluso de lo histórico. No se puede acusar a las religiones y dispensar a las culturas en las que inhieren esas religiones. Tampoco se puede acusar a las culturas. Y quizá no se trata de acusar a nadie. No se puede atomizar así los diversos aspectos de lo humano, aquello que únicamente puede ser comprendido en la complejidad de la trama en la que se produce. No se puede diseccionarlos y tratarlos como piezas sueltas; como si uno pudiera decir: bueno, esto de la religión no nos sirvió de mucho, pues bien, tirémoslo y pasemos a otra cosa; a ver, esto de la cultura, tampoco, bueno, lo mismo, pensemos en otras alternativas y listo. Los movimientos culturales revolucionarios han sido ingenuos en el tratamiento de lo que excluían y lo que dejaban pasar de los anteriores modelos contra los que ellos se manifestaban. A menudo se ha arrojado al cesto de residuos un determinado aspecto de la vida, con la necia presunción de que era posible hacerlo sin menoscabar el resto del corriente vivir, y sin darse cuenta de que lo que arrojaban se llevaba con él, toda la trama cultural en la que esto se sustentaba.
Porque aún, si la religión y las religiones no fueran nada más que un producto del ingenio humano, un artefacto más: la forma cultural que toma la elaboración interior de un deseo obstinado y nunca suficientemente satisfecho de trascendencia, un puro componente más en las culturas, entre otros tantos, -y saben que obviamente no es lo que yo pienso que estoy aquí como un hombre religioso- aún así merecería de nosotros, los seres humanos, el mayor de los respetos, pues sería parte del patrimonio cultural del hombre, y deberíamos exigir ante el fenómeno de lo religioso en general, la misma actitud de sublime veneración que se debe pedir en nosotros cuando nos hallamos ante una caverna que en sus paredes guarda los signos pictóricos de un remoto pasado humano. Nadie, que aprecie lo humano en su integridad, puede desacreditar las creencias de un pueblo bajo el pretexto de considerarlas pura fantasía.
Aún si lo religioso fuera considerado un puro epifenómeno de la cultura, aún así, el hombre utilitarista peca de ingenuidad si presume que puede desembarazarse de ello con un simple juicio de valor de uso. De una u otra manera la cultura comporta una postura religiosa. Aún nuestra cultura, altamente secularizada, habiendo transitado toda la Modernidad, tiene una postura religiosa y exterioriza permanentemente sus creencias.
Porque el hombre no vive en la tierra, sino en su cultura, rica en tradición, tributaria de un enorme pasado, por eso justamente es que lleva consigo una postura y una vivencia religiosa.
A propósito de esto recuerdo, la bella respuesta que el eminente profesor Herbert Haag, uno de los grandes exponentes de la teología del siglo XX, diera hace unos años, ya anciano, a un periodista televisivo, cuando éste le preguntaba acerca de las razones por las cuales él seguía permaneciendo en la Iglesia y en la fe católica.
Cuando era joven – decía Haag- estaba en la Iglesia porque ella poseía la única Verdad; luego, ya más maduro, me mantuve en la Iglesia porque comprendí que ella poseía algo así como la mayor porción de Verdad; hoy que soy viejo, estoy en la Iglesia porque es mi Heimat. Mi terruño, mi hogar. Mi casa.
Con esto, Haag no renegaba de su búsqueda de la verdad, a lo largo de toda la vida, ni siquiera se manifestaba escéptico frente a la posibilidad de acceder a ella, simplemente se confesaba a sí mismo y ante los demás, lo entrañablemente unido que ha estado, en esa búsqueda, a su cultura, a su época y a sus tradiciones. Un hombre pertenece a su cultura y a su tiempo.
La costumbre de tratar con mercancías no nos ayuda en la delicadeza debida al tratamiento de las cuestiones que nos pertenecen como seres humanos.
No es camino válido el simple preguntarse cuánto hicieron las religiones, para hacer feliz al hombre o para complicarle la vida, de modo de saber si nos quedamos entonces con ellas o las arrojamos entre los trastos viejos. La legitimidad de las religiones no resulta de un mero cálculo que arroje un “saldo a favor” entre las columnas del “debe” y del “haber”.
Y pese a todo, es posible reconocer un haber considerable. Si el cristianismo, por ejemplo, produjo la inquisición, produjo también hospicios y hospitales. Si dio lugar a la barbarie de la cruzada, también cultivó y desarrolló la caridad y el servicio en un grado sumo. Y así los otros cultos.
Pero no tengo la intención de pasar revista ahora a los aportes cristianos, aunque no desestimo de ningún modo la necesidad de hacerlo con objetividad.
II
Como cristiano en cambio, sí, tengo toda la intención de precisar y aclarar que el Evangelio, que la prédica de Jesús de Nazaret, no puede comprenderse desentendiéndose del hombre, de la sociedad, del problema humano. No se puede vivir auténticamente la religión cristiana si no se vive el mandamiento del amor a Dios, manifestado en el amor a los hombres concretos. Porque como dice el evangelista San Juan: “no se puede amar a Dios a quien no se ve, si no se ama a los hombres a quienes se ve”. Jesús fue suficientemente preciso cuando relata aquella parábola donde dice “porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estaba desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, preso y fueron a verme… y ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, desnudo, enfermo, preso, y te atendimos? Cada vez que lo hiciste con uno de estos, mis hermanos, fue conmigo que lo hiciste”.
La cercanía con los pobres, los pequeños, la recepción, como discípulos, de los marginados de la sociedad, es una opción de Jesús que no puede eludirse cuando se lee el Evangelio.
Es doctrina del Evangelio el amor y el servicio al extranjero, al que no piensa como uno, al diferente, lo que se refleja por ejemplo, en la parábola del Buen Samaritano entre otros tantos pasajes de la Escritura. Incluso es clara la doctrina de Jesús orientada al “amor a los enemigos”. Y su opción no-violenta queda reflejada en su enseñanza y en su misma muerte en la cruz.
Es indudable que la doctrina predicada por Jesús lleva a la buena convivencia, al respeto, al amor, al trato fraterno entre los hombres, sin distinciones, lo que aporta invalorablemente a la convivencia social, y hoy, a la vida en democracia.
Debemos reconocer, no obstante, que los cristianos no siempre hemos sabido vivir en coherencia con las enseñanzas del fundador de nuestra religión. Esto es obvio, sobran ejemplos, buenos y malos, en la aplicación de la doctrina cristiana hecha por nosotros los cristianos.
Debemos reconocer con tristeza, además, que el orden social instaurado en este mundo globalizado, y al que los cristianos hemos aportado para su edificación, está lejos de las enseñanzas del Evangelio. El escándalo de la desproporción entre los pocos que tienen mucho y las multitudes que no tienen nada es una afrenta permanente a las enseñanzas del Evangelio de Jesús, y al Dios de Jesús. Lo mismo debemos confesar cuando contemplamos, por ejemplo, la cifra de los niños que, en nuestra patria, viven por debajo de la línea de la pobreza.
Pero es importante reconocer también,
– que la enseñanza de Jesús es una e inequívocamente orientada hacia la promoción del hombre y a la inclusión de todos en la sociedad.
– que muchos cristianos en la historia han sabido abrazar con radicalidad esta enseñanza y vivir consubstanciados con ella,
– y que la Iglesia desde el comienzo ha plasmado y plasma en doctrina para poner en práctica, lineamientos e ideas que guardan total coherencia con las enseñanzas de Jesús.
Valdría la pena recordar aquí, el empeño que el Concilio Vaticano II ha puesto en mostrar cómo la Iglesia se siente involucrada en la construcción de una sociedad justa y fraterna. Es memorable el comienzo de la Constitución Conciliar sobre la Iglesia en el Mundo, cuando dice que los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de la época actual, sobre todo de los pobres y afligidos de toda clase, son también, los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Porque no hay nada auténticamente humano que no halle eco en su corazón.
III
Lo segundo con relación al aporte de las religiones a la democracia, es la cuestión tan vigente hoy, de la convivencia en una sociedad multicultural. Sociedad, que por esto, es muchas veces llamada imprecisamente “democrática”, queriendo aludir en realidad, al carácter justamente multicultural de las configuraciones sociales, sobre todo plasmadas de manera paradigmática en las megapolis del mundo de hoy.
Claro que no es lo mismo multiculturalidad que democracia ni que pluralismo. Sin intentar agotar estas cuestiones, podría considerarse al pluralismo y a la democracia, del lado de los sistemas políticos que intentan pensar estas nuevas configuraciones denominadas multiculturales y convivir en ellas.
La tradición democrática de la Modernidad occidental, que arranca por recurrir a un lugar común, en la revolución francesa, se ve conmovida por el nuevo fenómeno; y lo que se pensó en un primer momento, como algo “subsumible” en las categorías tradicionales de “pluralidad”, “igualdad de derechos”, “tolerancia”, no ha resultado tan fácil a la hora de fallar en cuestiones prácticas concretas. Como ejemplo bastaría citar las curiosas contradicciones suscitadas en estados democráticos y pluralistas, como lo son España o Francia, por no hablar de nuestra patria, en donde debemos reconocer que nuestras instituciones democráticas son, desde luego, más vulnerables. Tal es el caso del gobierno francés (vale recordar que Chirac es de origen católico) que se pronuncia en contra de que los niños católicos o de otros credos, puedan asistir a la escuela pública con signos exteriores de pertenencia a su grupo religioso poniendo una cierta nota de intolerancia, en un clima, que por “democrático” aspiró siempre a ser respetuoso de las diferencias y de las minorías.
Y es que ante el fenómeno de la multiculturalidad, las democracias entienden su impronta laica, fraguada en la Modernidad occidental, a veces como inclusión de todos los grupos diferentes y a veces como exclusión de todas las diferencias, con la arbitrariedad de variables que pueden ir desde los intereses particulares hasta a los estados de ánimo del que dirime estas cuestiones.
El problema de la multicultura en la democracia no está resuelto, y en resolverlo las religiones tienen una parte de responsabilidad importante.
Porque la multiculturalidad pone en situación incómoda a las religiones en una cuestión clave: la afirmación de la verdad. Ocurre que en el terreno de la religión, como en el terreno de lo práctico y de lo cotidiano, no se obra sino desde las convicciones.
Pero, cómo convivimos si cada uno piensa que lo que piensa y hace él es lo verdadero y recto y lo que piensan y hacen los demás es falso y desviado.
Aquí se abren alternativas diversas de convivencia, a examinar.
Una primera alternativa de convivencia es la que nace de aquellos que se radicalizan en la afirmación de que existe una sola y única verdad, que es la que ellos conocen, y que los demás están equivocados, por lo que se debe trabajar incesantemente por su conversión, o por la eliminación del error a cualquier costo. El extremo de esta posición, son las diversas versiones de fundamentalismo religioso.
En este caso la convivencia es una especie de coexistencia armada: nos excomulgamos mutuamente, nos declaramos unos a otros “pérfidos infieles”. Para procurar la paz cada uno debe vivir en su sitio y se debe mantener en vigilancia la “presión” sobre las fronteras.
En esta alternativa de convivencia, dentro del círculo religioso, todos creen en la verdad y en la posibilidad del acceso a ella. No hay absolutamente problemas de “relativismo”.
Dentro de un ámbito cultural homogéneo, esta forma de plantearse la verdad no genera mayores tensiones.
Una segunda alternativa de convivencia es la que parte en principio de otra configuración en la cual se producen cruzamientos culturales irrefrenables, contenidos en sistemas de gobierno que para sobrevivir necesitan admitir la pluralidad y aplican una política de tolerancia, como en el caso del antiguo Imperio Romano.
Aquí nace otro tipo de actitud que se muestra en disputas, en géneros literarios, como incluso la apología, que señalan un diálogo cultural. Por más que se hable de Contra Apión, Contra Nestorio, Contra Eunomio, hay intercambio, hay elaboración común.
En esta alternativa de convivencia, que realmente es de convivencia, pues lo otro era, más bien, indiferencia cuando no, agresión, existen a su vez dos posibilidades de pensar la verdad y una tercera que es, en definitiva, negarla.
1. La primera es afirmar la posibilidad del acceder a la verdad, hay verdad y hay un conocimiento gradual hacia la plenitud de la verdad. Los hombres y los pueblos están como en distintos grados en el conocimiento de la verdad plena. Dentro del cristianismo esta forma de pensar se plasmó en la idea de “semina verbi”, o sea, en la idea de un estado germinal de la verdad subyacente en doctrinas distintas de la del cristianismo, que los Padres de la Iglesia aplicaron directamente a la filosofía griega.
2. La segunda es afirmar la posibilidad de acceder a la verdad, hay verdad, pero la verdad está en todos. Todas las formas de pensar, todas las religiones son caminos igualmente válidos en cuanto llevan al mismo lugar. De esta posición en torno a la verdad, hay a su vez, dos versiones
· Una idea de verdad como “partida” en porciones, por lo que la verdad completa resulta de la simple suma de las partes de lo que cada uno ve. Esto da lugar a formas sincréticas de doctrina religiosa.
· Y una idea de verdad en sí inascible, que transmuta en diversas expresiones histórico culturales. Las religiones son así vestidos de una única verdad. El problema aquí es que si la verdad es cualquiera, la verdad es ninguna.
3. La tercera forma de pensar la verdad es el escepticismo, esto es, sencillamente negar toda posibilidad de acceso a la verdad. Lo que equivale a afirmar que no hay verdad, sólo en todo caso, “verdades” dependientes meramente de las culturas.
Ante las nuevas configuraciones multiculturales, la mejor alternativa de convivencia entre los grupos religiosos, parece ser aquella que lleva al diálogo, al intercambio y a la valoración, que, sin renunciar al conocimiento de la Verdad en plenitud, y sin disolver toda posición en un ápeiron, atiende y considera el camino de los demás, reconociendo lo que en ellos hay de germen de verdad, tal como lo hacían los Padres con relación a la antigua filosofía griega.
IV
Lo indudable es que las religiones tendrán un papel relevante en la posibilidad de una convivencia social saludable por dos razones:
– Primero porque, de hecho, “lo religioso” no cesa en el hombre, contra todos los pronósticos “modernos”.
– Y segundo porque la multiculturalidad es un fenómeno irrefrenable en el mundo, sea por la globalización del mercado, o por los mass media, o por el desarrollo de la tecnología, o por cualquiera de las razones con las que se argumenta esto últimamente.
En ese sentido la multiculturalidad se desenvuelve en un mundo mucho más complejo aún que aquel que contenía la pluralidad del viejo Imperio Romano.
Una diversidad cultural no-nacional sino completamente transnacional, transestatal, en un sistema político de tradición democrática, pero sustentador de un régimen imperialista economicista que intenta extender, no sin graves dificultades, sus ideas de pluralismo y de tolerancia, que se ven insuficientes para contener la diversidad cultural en la que se mueve. El panorama se complica aún más, cuando se considera el debilitamiento de los sistemas políticos de gobierno frente al poder creciente de las empresas multinacionales, y frente a la dictadura del mercado que ha tomado la forma de lo que se denomina “globalización”.
Si el componente religioso de la cultura es fuerte, y si la multiculturalidad es un fenómeno que viene para quedarse, entonces las múltiples formas religiosoculturales, deberán aprender a convivir en la diversidad. Y si estas formas religiosoculturales se alejan de su vocación humanista entonces en lugar de frenar, abonarán la violencia, la agresión mutua, el desenfreno de los impulsos más egoístas del corazón humano. Por eso, si las religiones no se deciden a aportar con urgencia a la paz, la guerra total es un riesgo serio.
Hay que despertar a la conciencia de las religiones de que el mayor aporte que hoy debemos hacer a la humanidad es el de la paz.
Pero en él, está implicada la lucha por la justicia. Porque el fenómeno de la multiculturalidad se cruza con un grave problema que es el de la exclusión social. Si las religiones quieren ser fieles a su vocación humanista deben trabajar mancomunadamente, para superar la injusta distribución de bienes en el mundo que, amén de generar la exclusión de las gran mayoría de los hombres y mujeres de la tierra, nos envuelve en una espiral interminable de acciones y reacciones de odio, arriesgando hoy, más que nunca, nuestra supervivencia en el planeta.
©zkbs’ Alejandro Blanco
*Ponencia en Foro desarrollado en el «Tercer Coloquio Internacional sobre Religión y Sociedad», organizado por la Asociación Latinoamericana para el Estudio de las Religiones (Aler), Ministerio de Culto, USAL, Bs. As, 2005.